miércoles, enero 17, 2007

Always in Neverland

A veces Campanita pasa por el departamento y entonces a Wendy las horas le parecen eternas.
Mientras los otros se baten en interminables partidas de escaleras y serpientes, Wendy no hace otra cosa que buscar en el cielo ese color rosado que indica que ha llegado la hora en que la intrusa debe dejarlos. Otras veces Wendy se cansa de mirar el cielo, o acaso las nubes lo dejan de un indescifrable blanco que hace demasiado aburrida la espera. Es entonces cuando cede al juego y se arman las tardes de piano y baile.
Campanita solía tomar clases de ballet y era bastante buena, giraba como ninguna. Pero el trágico incidente con el tranvía y las subsiguientes operaciones fallidas, le cortaron demasiado temprano las alas. A Wendy le resta aun algo de la amistad que alguna vez compartieron y no la mira cuando baila, por cordialidad. Peter no entiende demasiado de amistades ni enemistades pero tampoco mira, por indiferencia.
Peter también mira el cielo, de vez en cuando. Cuando él lo hace es para buscar ese negro azabache de noche sin luna que hace desaparecer todo en la sombra. Las sombras se diluyen en las sombras y entonces Peter puede dejar de preocuparse por la propia.

Todos los días, a las exactas siete de la tarde, Peter es el encargado de regar las plantas del balcón, no para mantenerlas vivas (qué podría, él entre todos los hombres, saber al respecto) sino para molestar al vecino de abajo, ex capitán de barco, a quien cada gota le gana un mar de añoranzas.
Además de todo esto, hacen un montón de otras cosas de esas que se suelen hacer para matar el tiempo.
Por ejemplo, Wendy decidió una vez teñirse el pelo. Campanita se entusiasmó tanto con la idea de jugar a la peluquería, que al final Wendy cedió. Ordenaron la tintura por teléfono y Campanita la esparció con un pincel. Lo cubrió con una bolsa plástica, tal como indicaban las instrucciones, y después hicieron poco más que esperar.
Aquella tarde, Wendy notó algo diferente a Peter, quien había dejado de lado toda esa farsa de la brocha, la espuma y la navaja. Esperanzada, lo había visto más interesado en el mundo extra Peter, sobre todo cuando ofreció asistir en el teñido (la pobre Campanita siendo demasiado orgullosa como para admitir necesitar ayuda).
Cuando Campanita dictaminó que los cabellos habían alcanzado un perfecto negro azabache, a lo que Wendy acotó que el cielo había alcanzado un resplandeciente rosa, se despidieron. Esto sucedió a las exactas diecinueve horas y tres minutos, justo tres minutos después de que el alboroto de la despedida les hiciera olvidar el sagrado ritual del balcón.

Esa noche, Wendy abrió una lata de atún y la mezcló con mayonesa, mientras Peter intentaba, entre rumiantes protestas, remendar el viejo despertador. No soportaría otro de esos desagradables descuidos al atardecer.
Cenaron en silencio, o algo así, porque en verdad el despertador en la mesa no paraba de emitir un odioso chirrido que en mucho se parecía a lo que Wendy entendía por tiempo. O algo así, también, porque Peter, como siempre, no probó bocado.
- ¿Notaste, Pete, como la piernita de Campa pareciera volverse cada vez más y más pequeña?
- No, en verdad…
- Da la sensación de que fuese a… desaparecer. Los viajes en tranvía, con este calor... Como sea, me parece que me gusta como me queda el color ¿No?
Peter seguía con sus manos en el reloj.
-Humm…
- A mi… me gusta, creo. Pete… ¿No vas a comer nada?
- ya va, ya va.
-¿Pete?
Wendy vió fugazmente el reflejo de su cabello negro en el tenedor y sintió, sin embargo, una tristeza de pelirroja. Miró a Peter, que estaba demasiado ocupado descubriendo las infinitas posibilidades que le otorgaba su propio tenedor en materia de relojería.
- ¿Sabés que pienso Peter? ¿Sabés en que no paro de pensar? La pierna, la otra pierna de Campa, la falsa, la que se llama pierna a pesar de no serlo...
De repente el tenedor que Peter estaba maniobrando, se zafó de la diminuta tuerca para ir a clavarse en su mano izquierda, liberando una considerable cantidad de sangre. Wendy tomó con premura la servilleta de su regazo y comenzó a envolver el dedo de Peter.
“A veces me siento la otra pierna”, pensó Wendy.

Nunca más se habló acerca de si el pelo negro le sentaba bien a Wendy o no. Y, por supuesto, nunca, jamás, lo volvió a teñir.

martes, enero 02, 2007

Banco blanco.

Banquito blanco, me cantas con los ojos las paradojas de tu vida de oscuro rincón.
Sé de tu negro esperar, inutilidad que marcan los días hasta que tu silencio se encuentra con mi necesidad. Y sin embargo, banquito, blanco banquito, tu nívea laca es testigo de un enorme servicio, transformaciones que el más eximio jugador de Legos envidiaría: mesita de luz, escalera, última silla a la mesa.
Banquito, banco blanquito, cómo explicarte que sos mi mejor repuesto, mi back up, mi apoya pies. Cómo contarte en un idioma que compartas, que te conozco desde antes de saber caminar. Y agradecerte, pues te convertiste, poquito a poco, en la diáfana extensión de los confines de mi cuerpo. Porque allí donde los secretos de las alturas me fueran velados por los adultos, me hiciste más alta; mas cuando hizo falta descansar, fuiste una tercera pierna para mí.
Banquito blanco, metonimia de una vida, lunar de una casa, sello indeleble del recuerdo, corazón de madera pintada, sobrevivencia del pasado: viviste como yo, amarillos flluo, empapelados a florcitas, tiros alto y tiradores, cabelleras del color de la manteca; cuando el maquillaje era birome, cuando la peluquería era uno mismo y las tijeras eran jirafas, cuando los castillos eran de arena y el arena degustable, abuelas cuyas piernas eran tan largas que daban para montar; azulejos amarronados, teléfonos verdes de discar, la casita de la A o etiquetas para nombrar.
Banquito, banco blanquito, como si la costumbre te hubiese borrado de mi mirar, así como se olvida uno de respirar y sin embargo sigue haciéndolo. Hoy, noche epifánica de mi temprana adultez, te descubro en los dispares resquicios de la emoción.